Welcome to WordPress. This is your first post. Edit or delete it, then start writing!
38 GREAT MAGAZINE COVERS (8)
38 GREAT COVER MAGAZINES (5)
El Pedro Jota que yo he conocido

Como algunos de ustedes saben, vivo desde hace más de 15 años fuera de España; ahora resido en Gran Bretaña, desde donde opera INNOVATION y, por tanto, no estoy muy al día de los dimes y diretes de la política española.
Estos días estoy leyendo semblanzas, unas mejores que otras, de Pedro J. Ramírez, donde se mezclan los elogios, las críticas, la admiración, el rencor y hasta los insultos.
Yo no voy a entrar en esa batalla campal; primero, porque no me gusta hablar de lo que no sé y segundo, porque el Pedro Jota que yo conozco es otro. Y de ese, precisamente, quisiera hablarles ahora que algunos se sienten con el derecho a hacer leña del árbol caído.
El destituido director de El Mundo, Pedro J. Ramírez acababa de terminar sus estudios de Periodismo en la Universidad de Navarra, cuando yo llegué a hacer mi doctorado en Pamplona.
Alfonso Nieto, Francisco Gómez Antón y Carlos Soria fueron quizás sus profesores más admirados. Carlos fué quien le entrevistó en el examen de admisión y recuerda que acabaron hablando de Pablo Neruda. De ellos escuché cómo Pedro Jota había sido un estudiante listo como pocos, inquieto, deportista, apasionado por el teatro y con más intereses extra-académicos, que la mayoría de sus compañeros de carrera. Algo muy parecido a lo que yo mismo experimenté pocos años después con otras «pedrojotas» como Antoñito Herrero o Luis Herrero.
Supe que, terminada su carrera, Pedro Jota se fue a Estados Unidos y allí coincidió con la apoteosis periodística del Watergate y la renuncia de Richard Nixon. Volvió a España y recuerdo que José Luis Cebrián Boné le dio trabajo en La Actualidad Española y más tarde fue su director en ABC. Y siempre le oí al temible Cebrián Boné hablar con admiración de las dotes periodísticas de Pedro. Juan Tomás de Salas se lo llevó a Diario 16 y allí fue uno de los directores de diarios más jóvenes de España. Cuando las presiones del gobierno de Felipe González se hicieron insoportables, fue sacrificado al poder y acabó fundando El Mundo, con muchos de los mejores periodistas, que también abandonaron un diario que ya no existe y, en un tiempo récord, lanzaron éste que ahora puede estar en sus últimos meses de vida.
A Pedro le conocí a mi vuelta de pasar un año en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York; yo regresé con el encargo de desarrollar los programas de formación de los antiguos alumnos de Navarra y por eso conocí bien las experiencias del American Press Institute (API), de la Nieman Foundation y las actividades profesionales de la entonces America Newspaper Publishers Association (ANPA), hoy la Newspaper American Association (NAA), la American Society of Newspaper Editors (ASNE), la Society for News Design (SND) o el Newspaper Advertising Bureau (NAB) que dirigía aquel gigante que fue Leo Bogart.
A partir de 1979 ese fue mi trabajo. Empezamos con los primeros «seminarios profesionales para altos directivos de empresas informativas», que así los llamábamos y que eran convocatorias de lujo, normalmente de medio día y con precios a la altura de los directivos que asistían y de los colegas de otros países, que venían a transmitir sus experiencias en medios líderes de todo el mundo. Muy pronto empezamos a organizar viajes de estudio y trabajo para conocer en Estados Unidos las empresas y directivos más innovadores, unas veces con motivo de las asambleas anuales de la ANPA y otras con motivo de acontecimientos periodísticos, donde se podía ver en directo la cobertura de elecciones presidenciales o convenciones políticas. Hicimos muchos «study tours» para ver allí los primeros laboratorios de innovación periodística como el de Knight Ridder, que dirigía Roger Fidler en Boulder (Colorado), o el MIT Media Lab y también reunirnos con figuras legendarias del mejor periodismo norteamericano como Ben Bradley, Allen Neuharth, Barry Sussman, Warren Lerude, Joe Belden, Vincent Giuliano, Ben Compaine o Claude Erbsen; conocer de cerca las investigaciones de lectores y audiencias de Belden y Asociados en Dallas, o los trabajos de la Asociación Norteamericana para la Investigación de la Opinión Pública (AAPOR). Visitábamos la vieja sede del New York Times, éramos invitados a participar en el consejo editorial de USA Today, teníamos sesiones en el Poynter Institute, asaltábamos a Harold Evans en su despacho de Condé Nast Traveler, nos recibía Kate Graham en el Washington Post, pateábamos la redacción del Chicago Tribune, éramos huéspedes de la Associated Press o Bloomberg, almorzábamos en los «Faculty Clubs» de las universidades de Harvard, Columbia o Stanford, y hasta rompimos las reglas del Metropolitan Club en Nueva York donde tuvimos que recluirnos en uno de sus reservados porque venían con nosotros mujeres que entonces no eran admitidas en el comedor donde solía almorzar Henry Kissinger.
Fue con ocasión de estas andanzasm viajes y seminarios cuando conocí al Pedro Jota participante, entusiasta y habitual en estas actividades, junto con Alfonso de Salas, Antonio Fernández Galiano, Giorgio Valerio y otros directivos de El Mundo y Unidad Editorial.
Pedro y Alfonso recordarán una cena entrañable en un reservado del desaparecido Windows of the World Trade Center en Nueva York donde celebramos el final de una de aquellas descubiertas norteamericanas.
Poco antes de salir El Mundo, estuvo en Pamplona Juan Carlos Laviana, quien estaba reclutando gente joven y valiosa para el nuevo diario y se interesó por un primer seminario internacional de infografía, que habíamos organizado en vísperas de los Sanfermines y al que asistieron, entre otros, Mario Tascón, Tomás Ondarra y muchos otros pioneros de ese nuevo modo de contar historias. «Pedro Jota, nos dijo Juan Carlos, está muy interesado en hacer mucha infografía y necesitamos gente». Fue así como les di el nombre de Tomás Ondarra, que rechazó la oferta de irse a Madrid (era entonces jefe de infografía de El Correo en Bilbao y hoy es director de infografía de El País) y en cambio Mario Tascón aceptó y acabó siendo el gran gurú de infografía primero y de Internet después en El Mundo y más tarde en Prisacom.
Meses después, Pedro Jota me pidió que le buscara un buen infografista norteamericano que pudiera trabajar un año con el equipo de Mario Tascón y así fue como llegó a Madrid Jeff Gortzen quien, al concluir su estancia en El Mundo, acabó pasando otro año en El Periódico de Catalunya, donde buscaban alguien parecido a Jeff para preparar la cobertura de las Olimpiadas de Barcelona. Antonio Franco me llamó y me preguntó: «¿Tú crees que este rubiales americano, que está en El Mundo, se vendría con nosotros?». Se lo pregunté y se fue encantado. Años más tarde, y a través de Mario Tascón, me pidieron también ayuda para que el bueno de George Rorick pasara otro «año sabático» en El Mundo.
Luego la vida hizo que Mario dejara El Mundo y se fuera a Prisacom que acabó en una innecesaria batalla legal que a todos nos dejó un mal sabor de boca porque aquel tandem habia conseguido no sólo poner al diario a la cabeza de la infografía mundial sino también como el medio digital número uno del mundo hispano.
Cuento todo esto, porque es en este mundo de innovaciones periodísticas en el que conocí y admiré al mejor Pedro Jota, el director carismático, inquieto, creativo, líder, polifacético, apasionado por el periodismo de investigación; pero también por el periodismo visual y, finalmente, por la transición digital de los medios impresos donde él y El Mundo han sido y son todavía líderes indiscutibles.
Siempre fue un luchador por la libertad de prensa y por eso fui testigo de su trabajo en la Asociación Mundial de Diarios (WAN) donde llegó a presidir su Comité de Libertad de Prensa y conozco, de primera mano, sus intervenciones, viajes y gestiones para denunciar con arrojo y valentía ante las autoridades de regímenes represivos sus acosos a medios y periodistas.
Cuando de hecho fundamos en 1982 las actividades de consultoría de INNOVATION, muy pronto El Mundo, Unidad Editorial y RCS fueron clientes nuestros. Pedro Jota tiene fama de saberlo todo, no aceptar consejos ajenos y despreciar a los consultores de medios. Mi experiencia es la contraria y lo demuestra el afecto que siempre nos tuvo y los encargos que recibimos. Y no es coincidencia que INNOVATION lleve trabajando desde hace años en Milán con ese grupo desde que Victor Colao era CEO de RCS, y siempre por las buenas referencias que debieron recibir de Pedro J. Ramírez, Antonio Fernández Galiano y Giorgio Valerio.
Dicho esto, Pedro Jota es crítico, tiene ideas propias y hasta inamovibles.
Recuerdo que hace unos meses nos invitaron para tener con él, Antonio y sus directivos de redacción y gerencias un «brainstorming» sobre cómo otros medios estaban realizando la integración de sus redacciones. Pedro escuchaba con mucha atención y salvo la pausa obligada de 30 minutos, para estar en el consejo de redacción, se pasó todo el día con nosotros. Pero llegó el momento de la verdad y alguien preguntó si creíamos que las redacciones de Unidad Editorial debían integrarse. Pedro pensaba que ya lo estaban aunque se refería exclusivamente al trabajo coordinado de los periodistas digitales y de papel de El Mundo. Yo le expliqué que, a mi juicio, eso no era suficiente y que, sin conocer como ellos sus redacciones, pensaba que se podían conseguir más sinergias, optimizar más recursos y aumentar así la potencia de fuego del grupo y no sólo de las marcas aisladas. Su respuesta fue fulminante: «Eso aquí no se hará nunca». Lo dijo y lo ha hecho. Y me parece muy bien porque él era el Director y el sabría las razones de una decisión estratégica que yo no compartía entonces y tampoco ahora.
Esto es casi todo; algunas veces Pedro me llamaba para cuestiones puntuales, para pedirme que escribiera en el diario, invitarme a algún seminario interno o cuando pasaba por Madrid para comer juntos.
Cuando se cumplieron los 20 años de El Mundo, Pedro, a través de Víctor de la Serna, otro gran periodista, me invitó a participar en un seminario donde también estuvieron los directores del Wall Street Journal, Times de Londres y el Daily Telegraph. La fiesta concluyó con una cena en el Hotel Palace, que presidieron los Reyes de España. En la sobremesa, Pedro me preguntó «¿Conoces al Rey?» Y yo, que soy más bien poco o nada monárquico, le dije que no. Se fue a por Juan Carlos y me lo presentó diciendo como buen relaciones públicas y amigo: «Majestad, este es Juan Antonio Giner, fundador de una de las mayores consultoras de medios, que asesora a grandes empresas periodísticas de todo el mundo y vive en Gales«. El Rey me estrechó la mano y respondió, como buen Borbón que es: «¿Y qué cojones hace un español en Gales?»
Termino. Nuestro último encuentro fue hace apenas dos semanas cuando quise que conociera al «Pedro Jota del periodismo mexicano», Ramón Alberto Garza, otro gran amigo y cliente de INNOVATION que estaba en Madrid. Le puse un email a primera hora de la mañana para ver si tenía tiempo para recibirnos y yo, que creo conocerle un poco, le tenté con una frase del tipo «así podrás conocer la experiencia de Reporte Indigo, el medio digital más innovador de Latinoamérica». No pasaron ni 10 minutos y Pedro ya nos estaba invitando a cenar esa misma noche.
Le vi cansado, como cansado debe estar todo director de un diario que al final de la jornada tiene que despedir el día con uno de sus gin-tonics preferidos; pero lo que, como siempre, más me impresionó fue cómo se entusiasmó navegando en su tableta por las aplicaciones, videos y recursos digitales de ese nuevo medio, Reporte Indigo. Lo que comenzó como una cena de cortesía, a un distinguido colega, acabó siendo el niño soñador, que se olvida de la mesa, se lanza al suelo y se pone a jugar con el nuevo tren en la sala de estar de su casa.
Allí estaban, para testificar que es cierto lo que digo, Fernando Baeta y Fernando Mas que, como Pedro, estaban cansados también, pero felices de despedir un duro día de trabajo jugando en el comedor de invitados de UNEDISA con aquel novedoso juguete digital, que hacía soñar de nuevo al Pedro Jota que siempre conocí: el niño grande y periodista apasionado por innovar.
El director de periódicos de mundo hispano más innovador que he conocido.
(Oleo de Guillermo Oyaguez Montero)
Una semana a mesa, cuchillo y mantel con Kay Graham, editora del mejor Washington Post
«The Graham Post», días de vino y rosas en la azarosa vida de Katharine Graham (1987)
Con este título publiqué en la revista Nuestro Tiempo una cover story sobre la propietaria del Washington Post a la que había conocido en Salzaburgo durante un inolvidable seminario para becarios de la Fundación Fulbright. Kay nos acompañó durante una semana y compartío mesa, cuchillo y mantel con todos nosotros, como uno más, divertida, pizpireta y curiosa porque sabía escuchar y preguntar: saberlo todo de todo.
Su presencia dentro y fuera del palacio donde convivimos dia y noche durante ese tiempo fue un soplo de frescura típicamente norteamericana. Allí era «Kay» y no dejaba que la tratásemos de otro modo. Le dije que me gustaría publicar su conferencia y me consiguió una copia escrita del original inglés. Sin andarse por las ramas me dijo con una enorme sonrisa: «No la he escrito yo, ya te puedes imaginar, pero si lleva mi firma», y esa firma manuscrita fue la que luego publiqué como cierre de la traducción española.
De todo esto hace ya más de 36 años pero hoy he querido reproducir aquel texto escaneándolo, con mayor o menor fortuna, en este blog. Años más tarde lo incluí en mi libro más querido, «La Revolución Empieza en Harvard», que era una recopilación de reportajes realizados durante mis primeros viajes y estancias en Estados Unidos, desde mi paso por la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York a los tiempos en Stanford y Harvard.
Para ilustrar la portada de la revista le pedí un original a Fernando Pagola, entonces un díscolo estudiante de Arquitectura pero en quién descubrí un enorme talento para la pintura. Hoy sus cuadros valen una fortuna y yo me arrepiento de no haber conservado los originales de decenas de covers que me hizo para Nuestro Tiempo.
Cuando este reportaje se publicó, le hice llegar por correo una copia de la revista y pronto recibí una nota personal suya. «No entiendo español pero da la impresión de que la de la portada so yo. Si viene a Washington DC pase a vernos».
Así lo hice y sabiendo que su despacho en la séptima planta del Post tenía las paredes repletas de pequeños cuadros con fotas suyas (lo mismo que en su despacho en la masión de Georgetown) encargué un precioso marco de madera para la cover de Fernando. Cuando pude entregárselo en mano y agradecerle el permiso para publicar su conferencia, Kay quedó prendada del marco, se puso en pié, se dió la vuelta y empezó a recorrer con la vista las paredes del despacho como diciendo ¿y ahora dónde demonios coloco yo este nuevo cuadro? Pero lo encontró. Tomó el teléfono y llamó a su secretaria: «voy a pegar una nota amarilla en la pared frente a la ventana, diles a los mantenimiento que cuelguen ahí el cuadro que me acaban de regalar».
Hoy conservo una copia de ese mismo marco en mi despacho junto a un escudo bordado que con la «G» de los Graham recuerdan aquellos dias con la editora del Post.
Años más tarde, su hijo Don vendió Newsweek por un dólar y ahora acaba de vender The Washington Post por $250 millones.
Sea este mi cariñoso homenaje y recuerdo para la última gran editora de The Washington Post Company.
Espero haberle hecho justicia.
Que ustedes lo disfruten.
Yo no olvidaré esa semana como uno de los mejores momentos de mi vida, aunque hoy escriba esto con un pelín de tristeza, disgusto y hasta indignación.
Y ustedes ya me entienden qué quiero decir.
“The Graham Post”, días de vino y rosas en la azarosa vida de Katharine Graham (1987)
Tiene ojillos de perdiz, cutis sin arrugas y boquita de piñón. Parece feliz y segura pero en su mirada hay un punto de infinita tristeza. Luce un contundente collar de perlas de doble vuelta y viste con sencillez. Parece inofensiva pero ha demostrado ser una mujer de hierro. Afirman que es «la mujer más poderosa del mundo», pero lo niega con una leve sonrisa. Tiene 69 años y llegó a la cumbre dejándose la vida a jirones. Se llama Katharine Graham y es la dueña absoluta de dos imperios informativos: el diario The Washington Post y el semanario Newsweek.
Nieva sobre Salzburgo. Temperaturas bajo cero y un viento huracanado reciben a medio centenar de periodistas que, de 22 países y cuatro continentes, llegamos a la ciudad de Mozart. Katharine Graham, acompañada de los Knight, un joven matrimonio norteamericano que viaja con ella para ayudarle ante cualquier contingencia, arrastra su propia maleta, todavía con la etiqueta distintiva de los VIPs que vuelan en PanAm.
Calza unas botas de media caña de piel negra sin curtir. Se cubre con un abrigo de lana natural y lleva un jersey de cuello alto que le resguarda de la ventisca. La senda hacia el antiguo palacio del Arzobispo Leopold Antón Frei-herr von Firmian, Príncipe de la Iglesia que lo construyó entre 1736 y 1744, es una calzada de gravilla. El hielo la ha convertido en una peligrosa pista de patinaje y Katharine (Kay) Graham es la primera en comprobarlo porque da un paso y ¡zas! cae redonda y está a punto de romperse la crisma. Los Knight saltan como un resorte y acuden en su auxilio. Ella se recompone como puede, maldice la borrasca y sacudiéndose con energía enfila erguida y majestuosa, como si nada hubiese pasado, la puerta principal de esta mansión que, desde 1947, es la sede de los Salzburg Seminar in American Studies.
La propietaria del Washington Post y Newsweek va a participar en la sesión 258 que durante dos semanas tratará sobre La Responsabilidad de los Medios de Comunicación.
Louis Heren, antiguo subdirector del Times de Londres que decidió jubilarse cuando Murdoch desembarcó en el viejo acorazado del periodismo británico («Mire usted yo ya no estaba para esos trotes»), es otro de los invitados a esta encerrona casi siberiana. Heren está eufórico porque en este primer domingo de marzo ha empezado con mejor pie que la Sra. Graham («Fui a una Misa Cantada en la Catedral, asistí a un concierto, me llevaron a beber cerveza, paseé por las callejuelas del casco viejo, almorzamos en un restaurante típico y aquí me tiene: hecho una rosa»). Lo dice sentado en una de las grandes mesas circulares que como nenúfares gigantescos pueblan el Marble Hall donde cenamos todos los recién llegados.
Nuestros acompañantes son Nicholas Katzenbach, un ministro de justicia de los Estados Unidos en tiempos de Lyndon Johnson, y que hace un año se jubiló como vicepresidente de la IBM; Bonnie Angelo, directora de la revistaTime para la zona Este de Norteamérica, y que de 1978 a 1985 estuvo al frente de su oficina en Londres, primer caso de una mujer gobernando una delegación exterior del semanario fundado por Henry Luce; y Pat Murphy, editor de The Arizona Republic y The Phoenix Gazette, un auténtico cowboy del periodismo sureño que es un manojo de nervios pese a tenerlos de acero como piloto aficionado que es, pero al que en estos días el nuevo Gobernador de Arizona le trae por la calle de la amargura («Fíjense ustedes. Me invitó a comer y apareció flanqueado por dos ayudantes. Su saludo fue: ¿Qué, vamos a tener guerra durante cuatro años? Yo le dije: No, señor. Así que aquí tiene mis cuatro números de teléfono: el de mi casa, el de la oficina, el del coche y el de mi contestador automático. ¿Quieren ustedes creer que anda por ahí gritando que le perseguimos y todavía no he recibido una sola llamada suya?»). Kazch, que sufre de arteriesclerosis pero conserva un humor estoico, musita con sorna: «Tal vez los haya perdido».
Van llegando nuevos viajeros que se sientan a la mesa: casi a los postres se incorpora el Director de los servicios informativos de TV3, la televisión autonómica de Cataluña, que aterrizó en Salzburgo vía Zürich. Terminada ya la cena todo el grupo se concentra en un aula para el turno de autopresentaciones.
A la mañana siguiente inaugura el seminario Thomas Barr, un abogado peleón que acaba de batirse en los tribunales de Nueva York defendiendo a la Compañía Time Inc. frente al General Sharon, y que trabaja en un despacho cuya especialidad son los casos de libelo: el último terminó en tablas cuando la CBS pactó con el general Westmoreland una solución airosa para los periodistas de su programa 60 Minutes (una especie de Informe Semanal que desdesus comienzos ha sido llevado al juzgado de guardia en más de 150 ocasiones).
Sus primeras palabras son un aviso sobre lo que nos espera: «No sé si saben, dice Barr, que en mi país las dos profesiones con mayor número de sinvergüenzas son la de periodistas y la de abogados. Pues bien; en este seminario la mayoría pertenecemos a una u otra… y en bastantes casos a las dos al mismo tiempo».
El Dr. Claude-Jean Bertrand, Profesor de la Universidad de Nanterre y Visitante de la Facultad de Ciencias de la Información de la de Navarra, interrumpe los discursos iniciales para discrepar sobre el programa y la metodología del seminario. Kay Graham toma asiento al fondo del aula y desde allí sigue con atención las primeras escaramuzas. Interviene con frecuencia y toma notas en su block. Cuando habla, se levanta y como si fuera una estudiante hace preguntas, puntualiza, bromea y se enfurece cuando díscolos como el Prof. Bertrand hacen proposiciones cartesianas para que los debates conduzcan a alguna parte.
Hay dos polacos que justifican la censura de prensa y acusan a los norteamericanos de violar la soberanía informativa de su país con las emisiones de Radio Free Europe. Patricia Howard, una antigua alumna de la Universidad de Harvard que ahora trabaja en Munich para esa emisora, pide la palabra y se defiende («¿Por qué interfieren ustedes nuestras emisiones?»). Se hace un silencio y la pareja polaca responde («Nosotros no las interferimos»). Sorpresa entre el respetable hasta que un subdirector del Servicio Exterior de la BBC informa («En realidad es verdad que los polacos no interfieren las ondas de Radio Free Europe: son los soviéticos desde la URSS quienes lo hacen»).
Una asesora del Ministro de Justicia de Israel, Davida Lachman Messer, suscita más adelante el problema de que lo Bonnie Angelo calificará como «Terrovision» o simbiosis entre las cámaras y los terroristas. Turcos, palestinos, holandeses, indios, españoles, jordanos, griegos, húngaros, franceses… se lanzan a la palestra para dirimir la cuestión. Kay Graham no pierde ocasión para intervenir. Sigue en la última fila con su block de notas y una paciencia infinita en cada una de las alborotadas sesiones.
Luego las discusiones continúan en el comedor, en la sala de estar junto a la chimenea, durante los entreactos de un concierto musical en honor de los periodistas o tras la proyección de los videos de la CBS sobre el General Westmoreland o de Meera Dewan sobre el trabajo de los menores de edad en India. Los más recalcitrantes prolongan las discusiones hasta el amanecer en la bierstube que ocupa los sótanos del palacio.
Una mañana, durante el desayuno, Katharine Graham me cuenta un reciente episodio.
—«Subía yo a mi habitación cuando coincidí en el ascensor con Marek, este chico polaco.
Tan pronto como me vio empezó a decirme la gran responsabilidad que yo tenía. Es usted la mujer más poderosa del mundo y la paz puede ser posible si usted se empeña y convence a Ronald Reagan para que abandone el proyecto de guerra de las galaxias».
Lo recuerda entre asombrada y divertida.
—«Decirle yo a Reagan… Este chico no sabe lo bien que nos llevamos con la Casa Blanca, sobre todo ahora con el Irangate».
Para explicar la historia de su periódico y exponer sus puntos de vista sobre cómo su empresa cumple sus responsabilidades ante el público, la Sra. Graham sube al estrado y se atrinchera detrás del ambón, pertrechada por unos 40 folios mecanografiados a triple espacio en un tipo de letras mayúsculas para miopes.
Se coloca las gafas, toma un sorbo de agua, garraspea y empieza bromeando: «Me han dicho que tengo una hora. ¡Dios mío yo creo que nunca he hablado tanto tiempo!».
Su conferencia apenas revela aspectos esenciales de la mujer que un triste día de 1963 tuvo que enfrentarse con el gran dilema de su vida.
Katharine Graham había nacido en Nueva York en 1917, hija del que con el tiempo sería primer Director del Banco Mundial, Eugene Meyer, el mismo que en 1933 había comprador por 825.000 dólares un diario en quiebra: The Washington Post.
El 4 de julio de 1940 se casó con Phil Graham, el mejor partido de la época en la alta sociedad de Washington DC. Un brillante abogado que acababa de graduarse en Harvard, donde había sido Director de The Harvard Law Review. «Phil, dijo uno de sus profesores, era el más inteligente de los más inteligentes, tanto que hubiera sido un magnífico Decano siendo estudiante». Protegido de Félix Frankfurter, uno de los jueces más famosos del Tribunal Supremo, era tal su patronazgo que Phil Graham tuvo que pedirle permiso para casarse con Katherine.
Le acusaron de casarse con ella para heredar la fortuna del suegro y quedarse con elPost, pero Phil ya era rico y por entonces el diario era una ruina. Además sus esperanzas iban más allá del periodismo y todo el mundo estaba seguro que podía llegar a Presidente de los Estados Unidos o cuando menos a Ministro de Justicia.
Kay fue la perfecta madre de familia. Tuvieron cuatro hijos y sus salidas del hogar siempre fueron para acompañar a su marido.
En 1946, Eugene Meyer decide nombrar a su yerno editor del Post y, dos años después, les traspasó a él y a su hija la propiedad del periódico. Así nació The Washington Post Company, una sociedad familiar con un consejo formado por cinco personas, presidido honoríficamente por el viejo Meyer.
La carrera periodística de Phil Graham fue tan vertiginosa y llena de éxitos como lo había sido la de abogado. Amplió los negocios informativos de la empresa, compró en 1954 el Washington Times-Herald y en 1961 la revista Newsweek.
A partir de entonces una inesperada y gravísima crisis mental le convierten en un personaje atribulado y confuso. Sus colaboradores más íntimos se dan cuenta que está loco pero no se atreven a revelar el gran secreto. Su mujer asiste impotente al deterioro psíquico de un hombre que en los últimos meses de su vida aparece frecuentemente con una joven periodista, una australiana llamada Robin Weeb que trabajaba en las oficinas de Newsweek en París.
Su inestabilidad emocional le transforma en un ser violento que amenaza a Kay con divorciarse y despojarle de su participación en el Post. En 1963, durante la Asamblea Anual de la Asociación Norteamericana de Editores de Diarios, que tiene lugar en Phoenix, Phil sube al estrado y empieza a recriminar a sus colegas, les llama bastardos, les insulta, les acusa de ser unos cobardes y les increpa diciendo que sus periódicos son una porquería… El revuelo es impresionante. La noticia llega inmediatamente a la Casa Blanca y el propio Kennedy ordena el envío del avión presidencial para recoger al demente. La escena del regreso fue ocultada a la prensa. En un hangar del aeropuerto de Washington le esperaban media docena de altos cargos del diario. Bajó del avión acompañado por dos psiquiatras y fue conducido a una clínica privada, donde estuvo tres veces internado.
Su mujer no faltó ningún día a la cabecera del enfermo, pero el 3 de agosto de 1963, mientras Kay estaba en otra habitación de su casa de campo en Virginia, un disparo acabó con la vida de su marido.
El suicidio del editor del Washington Post ue una noticia de primera página en todos los periódicos. El funeral se celebró en la Catedral de Washington y allí estuvieron, con el Presidente a la cabeza, su hermano Robert Kennedy, Robert MacNamara, Theodore Sorensen, Pierre Salinger… y Félix Frankfurter, que acudió en una silla de ruedas.
Sin embargo, el momento más dramático de aquellos días se produjo a las 24 horas del suicidio cuando Katharine Graham, tras abandoner su mansión de la calle R en Georgetown, el barrio más elegante de Washington DC, llegó en coche al edificio del Post en la calle L. Allí, en la séptima planta, le esperaban, aturdidos, los directivos de la compañía.
Osborn Elliot, que asistió a la reunión como director de Newsweek, la recuerda vestida de negro, inexpresiva y silenciosa hasta que todos estuvieron sentados. Luego, levantando la mirada, leyó una breve declaración escrita.
Frente a todo tipo de rumores, dentro y fuera de la casa, su mensaje era rotundo: «Señores, esta es una empresa familiar y lo seguirá siendo porque para eso aquí llega una nueva generación».
Nadie dijo nada. La reunión había terminado. Regresó a su domicilio, hizo las maletas y con su hija Lally se marcharon a realizar un crucero en yate por las aguas del Mar Negro.
Mientras tanto, propios y extraños, seguían especulando sobre el futuro de una compañía próspera e influyente ahora en manos de una viuda inexperta de 46 años sin ninguna tradición en el negocio.
Volvió a Washington DC en septiembre y lo primero que hizo fue ocupar el despacho de su marido. Fue entonces cuando alguien de la familia recordó una carta suya fechada el 10 de diciembre de 1937. Katharine estudiaba el último año de su carrera en la Universidad de Chicago y la misiva estaba dirigida a su hermana mayor. Eran nueve folios escritos a máquina donde le contaba sus planes para el futuro: «Lo que más me interesa, le decía, es el periodismo laboral para, tal vez más tarde, pasar al periodismo político. Como verás, esto no supone ninguna ayuda a papá. El quiere y necesita alguien que se haga cargo de toda la empresa, desde la redacción, distribución y ventas hasta las páginas editoriales… Y yo detesto más que ninguna otra cosa en el mundo los asuntos publicitarios y de circulación que son, precisamente, los que más ocupan y preocupan a un ejecutivo de prensa… Además sucede que tengo serias dudas sobre mi capacidad para cargar con algo tan pesado como el Washington Post…»
Su vida empezó a cambiar. Todo era nuevo para ella, incluso las críticas sobre el periódico. Le sorprendió que sus amigos, grandes periodistas, le dijeran que The Washington Post no era un buen diario, cosa que ella siempre había creído. Habló con James Reston y con Walter Lippmann y quedó asombrada por sus comentarios negativos.
Estaba desconcertada por lo mucho que ignoraba. Lippmann le aconsejó que cada mañana leyera el Post y que, a continuación, fuera llamando a los redactores y editores encargados de los artículos y personajes que despertaran su interés. Así fue conociendo a sus empleados. Les interrogaba sobre la consistencia, las fuentes y las consecuencias de sus informaciones. Escuchaba y aprendía sin decirles nada, y pronto descubrió que las críticas eran ciertas. El periódico tenía notables deficiencias, arrastraba inexplicables rutinas y muchos de sus directivos eran insensible a las verdaderas demandas informativas de una ciudad acostumbrada a tener malos periódicos.
En 1965 cambió el director del Post y apoyándose en la energía y olfato periodístico de Benjamín Bradlee comenzó una revolución inimaginable. Ficharon a nuevos columnistas, las páginas de opinión cobraron mayor dinamismo, la información internacional aumentó su peso específico mediante el nombramiento de docena y media de corresponsales en el extranjero y, sobre todo, la redacción se fue llenando de jóvenes valores, algunos de los cuales crearon graves problemas. Nicholas von Hoffman sería uno de ellos: «Si tiene un buen día, Nick puede conseguir de 200 a 300 bajas de suscriptores», diría Bradlee.
David Halberstan ha escrito que si Kennedy hubiera sido periodista habría sido como Benjamín Bradlee, y que si éste hubiera sido politico habría sido Presidente.
Alto, teatral y gesticulante, el Director de The Washington Post es la bestia negra de todos los inquilinos de la Casa Blanca. Viste camisas chillonas, tiene una voz cascajosa y trabaja en un despacho cuyas cristaleras traslúcidas dan sobre la redacción. Dicen que no soporta a los tontos y que tiene un gran ojo clínico para fichar periodistas, pero su mayor fracaso fue contratar a Janet Cooke, una redactora que se inventó un reportaje sobre el consumo de heroína en Washington DC. Le dieron el Premio Pulitzer, se descubrió el pastel y cuentan que Bradlee echaba espuma por la boca: habló con ella, la puso de patas en la calle y ordenó al Ombudsman del diario que publicara «toda la verdad» sobre el caso.
Katharine Graham le propuso como Director en 1965 y es una de las decisiones de las que más orgullosa se siente. Bradlee era entonces el director de la oficina en Washington DC de la revista Newsweek y antes había sido corresponsal en el extranjero y agregado de prensa en la embajada norteamericana en París.
Walter Lippmann le aconsejó un día que no firmara como Ben Bradlee sino como Benjamín Bradlee: «Suena a cronista deportivo».
Graduado por la Universidad de Harvard, está casado con Sally Quinn, directora de Style,una de las secciones más famosas del Washington Post.
Suele recordar el lema de su colegio en las afueras de Boston («Best Today, Better Tomorrow») y dice que esa es la mejor divisa para cualquier profesional.
Este Humprhey Bogart del periodismo es un tipo de armas tomar y Eugene Paterson, ahora Director del St. Petersburg Times, contó hace años una reacción muy típica de Bradlee. «Yo era Subdirector del Post y le acompañé a una de esas tediosas reuniones de la Asociación Norteamericana de Directores de Diarios. Ben empezó a calentarse y cuando ya no pudo más me dijo: En este maldito lugar no hay más de 2 ó 3 personas a las que yo contrataría como redactores. —Tranquilo, tranquilo, le contesté. Porque tampoco más de 2 ó 3 te contratarían a ti como Director».
Su prueba de fuego llegó en 1971 con los Papeles del Pentágono. Dos días antes de publicar esos documentos secretos, el Post había empezado a cotizar en bolsa 1.350.000 acciones. El gobierno les advirtió del riesgo que corrían.
Los inversores acusarían el golpe y las cotizaciones podrían bajar en picado. La redacción quería publicar los documentos, sus abogados y gerentes opinaban lo contrario y ella tenía que decidir en solitario.
«Si no los publicamos, le dijo Eugene Paterson que entonces era subdirector del Post, sera terrible, porque el gobierno sabe que los tenemos y lo utilizará como evidencia frente al New York Times (que los estaba ya publicando).
Ellos serán el periódico malo que desafía al gobierno y nosotros seremos el bueno que obedece al gobierno».
Ben Bagdikian, que luego sería polemico Ombudsman del diario, le advirtió: «La redacción se revolverá contra usted si no los publicamos».
Eran las 7 de la tarde y las rotativas no podían esperar. Katharine Graham estaba en su casa brindando con uno de sus gerentes que se jubilaba, cuando la reclamaron por teléfono. Era su abogado, Friz Beebe. «Déjame que termine de brindar y vuelvo ahora mismo». No; no hay tiempo, le contestó. «Me estás obligando a decidir por teléfono algo que al New York Times le llevó tres meses». Se pusieron al aparato Bradlee y el director de las páginas editoriales: «Tenemos que publicarlos, tenemos que publicarlos». Junto a Kay estaba Paul Ignatius, Presidente del Post, que trataba de escuchar la conversación telefónica y que había sido hasta hacía poco Ministro de Marina y era un protegido de MacNamara. Ignatius le susurró al oído: tómate un día para pensarlo. Por el otro oído le llegaba el mensaje opuesto: hay que publicarlos.
De repente, cuenta David Halberstam en The Powers That Be, el semblante de Katharin Graham se transformó y como salida de una ópera wagneriana, enérgica, audaz e independiente, dijo: «All right. Let’s go. Let’s publish».
Aquella noche y los días siguientes, la editora del Post fue reconocida como la mujer que había sido capaz de desafiar al gobierno arriesgando la fortuna de su empresa y la credibilidad de sus lectores. La opinión pública la admiraba, los tribunales le dieron la razón, sus redactores confiaron definitivamente en ella y sus abogados y gerentes se dieron cuenta de que ella, y sólo ella, era la que mandaba en aquel negocio.
—
(Y gracias a Marta, Javier, Chiqui y Christian por lo que ellos ya saben)
El fundador de Amazon compra The Washington Post (3): primera causa, la crisis publcitaria.

A mi juicio, las causas son muy variadas y no pueden reducirse a Internet que, en estos días de luces y sombras del periodismo, parecer que es lo mismo el gran «coco» que el infalible «curalotodo»
Primero, lo primero: la publicidad.
1. LOS DARIOS NO MUEREN POR FALTA DE LECTORES SINO POR FALTA DE PUBLICIDAD.
Lo repetía siempre Leo Bogart, autor de La Prensa y su Público, libro que tuve el honor de editar en usu versión española.
El Washington Post, como la gran mayoría de diarios norteamericanos, se desangraba publicitariamente.
Dejó escapar los clasificados.
Siguió primando una publicidad cara y barata al mismo tiempo.
Se llenó de encartes que daban dinero a sus impresores no a los diarios que los insertaban.
Maltrató a los anunciantes abusando de su situación de monopolio de hecho.
Inundó las ediciones con un volumen agobiante de centrimetraje publicitario que convertía a los contenidos periodísticos como simples rellenos para ocupar los huecos de lo que no eran anuncios.
2. EL MODELO DE DIARIO SABANA MULTI-SECCION BASADO NO EN INGRESOS DE CIRCULACION SINO DE PUBLICIDAD.
La primera vez que gracias a Barry Sussman estuve cara a cara con Ben Bradlee, entonces ya ex director del Post -una inolvidabkle conversación de casi dos horas acompañado de un pequeño grupo de colegas españoles y latinoamericanos- le pregunte cuál era la cosa de la que más se arrepentía tras ser muchos años el responsable periodístico del diario.
Su respuesta fue fulminante: «Haber hecho un diario intimidante».
Era entonces el Post un periódico con ediciones diarias que superaban hasta las 200 páginas y los domingos podían ser el doble.
Tanto que en muchos kioscos de Washington DC se veían grandes containers donde los lectores compraban el diario, seleccionaban los cuadernos que les interesaban y echaban a esas papeleras el resto.
El diario sábana multi-sección era un donosaurio que los ha matado.
Mucho más cuando el 90-95% de sus ingresos procedían de la publicidad.
De nuevo Leo Bogart: un modelo así es un gigante con piez de barro.
Bastó una crisis global como la que todavía estamos viviendo para que este tipo de diarios agonizaran violentamente.
Pero hay muchas más causas y de ellas hablaré en otro post.
El fundador de Amazon compra The Washington Post (2): lo viejo

Mi segunda reflexión es que los diarios nacen, mueren, se compran y se venden como ocurre en todos los negocios.
Por tanto, calma.
La Prensa de Buenos Aires era el mejor diario de Latinoamérica y en realidad ya no existe.
Los Gainza lo vendieron.
Jornal do Brasil era el mejor diario del mundo en lengua portuguesa y en realidad ya no existe.
Los Nascimento Brito lo vendieron.
The World de Pulitzer murió.
Los diarios de Hearst dejaron de existir.
Lo mismo ocurrió con otro gigante como The New York Herald.
Park Row en Nueva York o Fleet Street en Londres dejaron de ser lo que fueron.
En España tuvimos dos grandes diarios llamados El Sol que lo fueron hasta que dejaron de publicarse.
Y así en todos los países, en todos los mercados y en todos los tiempos.
Por tanto las muertes de diarios no son epidémicas.
Cada una de ellas se explica por si misma.
La «fiebre amarilla» de los diarios es un explicación demasiado fácil.
Y la crisis de The Washington Post es un buen ejemplo.
Trataré de explicar en próximos posts las causas de esa decadencia, empezando con el final de una dinastía que compró el Post en los años 1930 y hasta poco antes de la muerte del esposo de Kay Graham fue un diario republicano, ultraconservador, de poca relevancia y nulo prestigio.
Con la llegada de Kay Graham, Ben Bradlee, Howard Simmons, Barry Sussman y toda una nueva generación de grandes periodistas, The Washington Post llegó a ser lo que nunca había sido: un diario independiente, liberal y muy rentable.
¿A qué se debe su decadencia?
El fundador de Amazon compra The Washington Post (1): lo nuevo

Comienzo con este post una serie de breves análisis dedicados a la venta de The Washington Post.
Primero hablemos de lo que es nuevo en esta venta porque hasta ahora los diarios era comporados cas siempre por otros diarios.
Lo nuevo es que ahora los compren dueños de equipos de beisbol (Boston Globe) o fundadores de gigantes del comercio online como Amazon (The Washington Post).
El dinero siempre ambicionó controlar la prensa independiente.
Los grandes negocios temen a la opinión pública y la tentación no es nueva.
Ahí están banqueros, especuladiores y constructores que siempre vieron la prensa como un modo de «estar armados».
Me lo dijo hace años el banquero más importante de un país latinoamericano:
«Mire, Giner, yo he comporado este diario para estar armado. Y no tanto para disparar sino para que mis competidores, el gobierno o mis enemigos VEAN que estoy armado»
¿Es posible hacer periodismo independiente cuando tu propietario tiene grandes intereses que defender?
No lo creo, aunque conozco alguna excepción.
Jeff Bezos y Amazon los tiene y cada vez los tendrá más y serán más importantes.
Y llegará un día en que sus periodistas tengan que escribir críticamente sobre sus negocios.
Jeff Bezos invirtió hace unos meses en BusinessInsider, un digital puro de dudosa credibilidad, con un tono sensacionalista que esconde su debilidad periodística de fondo.
Y aun así acaba de publicar una historia denunciando las condiciones laborales en las grandes bodegas de Amazon.
Por la cuenta que le trae, no pedirá la cabeza de ese director o pondrá en la calle a ese reportero.
Pero si establecerá mecanismos sutiles y efectivos que le eviten nuevos sobresaltos.
Y su redacción se lo pensará dos veces antes de cubrir los negocios el dueño.
¿Hubiera sido posible que The New York Times escribiera sobre las factorias chinas de Apple si Steve Jobs hubiera comprado ese diario?
No, sencilla y desgraciadamente no.
Y el Times hoy no tendría ese Premio Pulitzer por publicar ese serial tan devastador y necesario que ha obligado a Apple a revisar sus acuerdos con proveedores externos.
Los diarios, frente a lo que muchos «nuevos ricos» puedan pensar no son un cuarto poder, una coraza ni tan sólo un negocio para vender información y publicidad.
Como siempre dijo Alejandro Junco de la Vega, fiundador del Grupo Reforma, y yo se lo he oído decir muchas veces, «los diarios estamos en el negocio de la credibilidad».
Y eso es lo que debe preocuparle más que nada al nuevo dueño del Washington Post; no perder la credibilidad.
Sin ella no hay negocio que valga.
Credibilidad e independencia que ni se compra ni se vende.
Periodismo por "tierra, mar y aire": nuevas formas de distribución digital
Como contrapunto a lo que ayer y aquí mismo llamé «agujeros negros» ( los departamentos tradicionales de distribución de prensa), hoy publico en el diario El Mundo un artículo que reproduzco para quienes no tengan acceso a Orbytt:
LA DISTRIBUCIÓN DE CONTENIDOS PERIODÍSTICOS POR “TIERRA, MAR Y AIRE”
Según la Asociación Mundial de Periódicos (WAN-IFRA) más de la mitad de los adultos leen diarios, la mayoría en su versión en papel: 2.500 millones de personas en papel y 600 millones en soportes digitales. La prensa es una industria global que genera más de 153.000 millones de euros al año.
Hoy esa huella periodística tan gigantesca aumenta sin cesar: el consumo de contenidos periodísticos en dispositivos móviles (celulares y tabletas) crece exponencialmente en todo el mundo con más de 7.000 millones de personas que los utilizan día y noche.
Las operadoras de telefonía, con China Móvil y sus 800 millones de suscriptores a la cabeza, lo saben bien. Como las dos grandes del mundo hispano, Telefónica y América Móvil que suman ya más de 500 millones de usuarios.
En la sociedad agraria el agua era la materia prima de todos los negocios y los acueductos su modo de distribución. Lo mismo sucedió en la sociedad industrial con el petróleo y los oleoductos. Y hoy pasa lo mismo con la información y los nuevos “informaductos” o “autopistas de la información”.
Así lo entiende el hombre más rico del mundo, Carlos Slim, que opera America Móvil, y ahora entra en el negocio de los contenidos con Ora.TV una television via web.
Eso explica también que Telefónica se haya aliado con Planeta y Bertelsmann creando Nubico una plataforma móvil para vender libros, del mismo modo que ya con Spotify vende música. Y que ahora lo haga con Orbyt.
Lecciones que están aprendiendo también los periódicos cuyo negocio nunca fueron las rotativas, el papel o la distribución física de sus contenidos.
El Grupo Mirror en Gran Bretaña acaba de lanzar PaperPay, una aplicación para pagar en los kioscos con móviles en casi 50.000 puntos de venta de diarios que disponen de tecnologías PayPoint o PayZone.
Se cumple así la advertencia que hace años les hizo a los editores de diarios el director general de Google, Eric Schmidt: “su futuro es móvil”.
El director digital del Grupo Gannett, editor de USA Today decía esta semana: “El único tema sobre el que debemos pensar es cómo monetizar las plataformas móviles”. Cierto, aunque mejor hubiera sido decir que lo más importate es saber por qué tipo de contenidos la gente pagará.
Pore so hay que re-pensar las empresas periodísticas alrededor de “contenidos y audiencias” sabiendo cómo generarlos y distribuirlos a lectores, audiencias y comunidades por todas las plataformas posibles.
La carrera por el domino en la producción, distribución y venta de contenidos no ha hecho más que empezar y los periódicos pueden y deben estar entre los pioneros de la difusion digital. El periodismo es nuestra gran ventaja competitiva y tenemos que hacerlo llegar por todos los medios: por “tierra mar y aire”.
Protestas gigantescas que requieren explicaciones, respuestas y soluciones

Así está el patio en Brasil.
Basta ver las Primeras Páginas de la prensa brasileña de hoy para darse cuenta que tanta foto, tanto clamaor y tanta indignación no pueden despacharse con tópicos, descalificaciones o llamadas al orden y control.
Aquí está pasando algo mucho mas serio.
Y los diarios están obligados a mojarse.
Algunos lo hacen con más primeras editorializantes.
Otros parecen desconcertados.
Lo que está claro es que Brasil tiene una prensa vibrante, valiente y populista.
Si los periódicos saben liderar lo que políticos, partidos, sindicatos y gobierno no supieron hacer, no va a quedar papel en los kioscos.
Como dije hoy mismo en este blog, es el tiempo de un «periodismo de problemas y soluciones»







En Brasil y en todo el mundo.





