«The Graham Post», días de vino y rosas en la azarosa vida de Katharine Graham (1987)
Con este título publiqué en la revista Nuestro Tiempo una cover story sobre la propietaria del Washington Post a la que había conocido en Salzaburgo durante un inolvidable seminario para becarios de la Fundación Fulbright. Kay nos acompañó durante una semana y compartío mesa, cuchillo y mantel con todos nosotros, como uno más, divertida, pizpireta y curiosa porque sabía escuchar y preguntar: saberlo todo de todo.
Su presencia dentro y fuera del palacio donde convivimos dia y noche durante ese tiempo fue un soplo de frescura típicamente norteamericana. Allí era «Kay» y no dejaba que la tratásemos de otro modo. Le dije que me gustaría publicar su conferencia y me consiguió una copia escrita del original inglés. Sin andarse por las ramas me dijo con una enorme sonrisa: «No la he escrito yo, ya te puedes imaginar, pero si lleva mi firma», y esa firma manuscrita fue la que luego publiqué como cierre de la traducción española.
De todo esto hace ya más de 36 años pero hoy he querido reproducir aquel texto escaneándolo, con mayor o menor fortuna, en este blog. Años más tarde lo incluí en mi libro más querido, «La Revolución Empieza en Harvard», que era una recopilación de reportajes realizados durante mis primeros viajes y estancias en Estados Unidos, desde mi paso por la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York a los tiempos en Stanford y Harvard.
Para ilustrar la portada de la revista le pedí un original a Fernando Pagola, entonces un díscolo estudiante de Arquitectura pero en quién descubrí un enorme talento para la pintura. Hoy sus cuadros valen una fortuna y yo me arrepiento de no haber conservado los originales de decenas de covers que me hizo para Nuestro Tiempo.
Cuando este reportaje se publicó, le hice llegar por correo una copia de la revista y pronto recibí una nota personal suya. «No entiendo español pero da la impresión de que la de la portada so yo. Si viene a Washington DC pase a vernos».
Así lo hice y sabiendo que su despacho en la séptima planta del Post tenía las paredes repletas de pequeños cuadros con fotas suyas (lo mismo que en su despacho en la masión de Georgetown) encargué un precioso marco de madera para la cover de Fernando. Cuando pude entregárselo en mano y agradecerle el permiso para publicar su conferencia, Kay quedó prendada del marco, se puso en pié, se dió la vuelta y empezó a recorrer con la vista las paredes del despacho como diciendo ¿y ahora dónde demonios coloco yo este nuevo cuadro? Pero lo encontró. Tomó el teléfono y llamó a su secretaria: «voy a pegar una nota amarilla en la pared frente a la ventana, diles a los mantenimiento que cuelguen ahí el cuadro que me acaban de regalar».
Hoy conservo una copia de ese mismo marco en mi despacho junto a un escudo bordado que con la «G» de los Graham recuerdan aquellos dias con la editora del Post.
Años más tarde, su hijo Don vendió Newsweek por un dólar y ahora acaba de vender The Washington Post por $250 millones.
Sea este mi cariñoso homenaje y recuerdo para la última gran editora de The Washington Post Company.
Espero haberle hecho justicia.
Que ustedes lo disfruten.
Yo no olvidaré esa semana como uno de los mejores momentos de mi vida, aunque hoy escriba esto con un pelín de tristeza, disgusto y hasta indignación.
Y ustedes ya me entienden qué quiero decir.
“The Graham Post”, días de vino y rosas en la azarosa vida de Katharine Graham (1987)
Tiene ojillos de perdiz, cutis sin arrugas y boquita de piñón. Parece feliz y segura pero en su mirada hay un punto de infinita tristeza. Luce un contundente collar de perlas de doble vuelta y viste con sencillez. Parece inofensiva pero ha demostrado ser una mujer de hierro. Afirman que es «la mujer más poderosa del mundo», pero lo niega con una leve sonrisa. Tiene 69 años y llegó a la cumbre dejándose la vida a jirones. Se llama Katharine Graham y es la dueña absoluta de dos imperios informativos: el diario The Washington Post y el semanario Newsweek.
Nieva sobre Salzburgo. Temperaturas bajo cero y un viento huracanado reciben a medio centenar de periodistas que, de 22 países y cuatro continentes, llegamos a la ciudad de Mozart. Katharine Graham, acompañada de los Knight, un joven matrimonio norteamericano que viaja con ella para ayudarle ante cualquier contingencia, arrastra su propia maleta, todavía con la etiqueta distintiva de los VIPs que vuelan en PanAm.
Calza unas botas de media caña de piel negra sin curtir. Se cubre con un abrigo de lana natural y lleva un jersey de cuello alto que le resguarda de la ventisca. La senda hacia el antiguo palacio del Arzobispo Leopold Antón Frei-herr von Firmian, Príncipe de la Iglesia que lo construyó entre 1736 y 1744, es una calzada de gravilla. El hielo la ha convertido en una peligrosa pista de patinaje y Katharine (Kay) Graham es la primera en comprobarlo porque da un paso y ¡zas! cae redonda y está a punto de romperse la crisma. Los Knight saltan como un resorte y acuden en su auxilio. Ella se recompone como puede, maldice la borrasca y sacudiéndose con energía enfila erguida y majestuosa, como si nada hubiese pasado, la puerta principal de esta mansión que, desde 1947, es la sede de los Salzburg Seminar in American Studies.
La propietaria del Washington Post y Newsweek va a participar en la sesión 258 que durante dos semanas tratará sobre La Responsabilidad de los Medios de Comunicación.
Louis Heren, antiguo subdirector del Times de Londres que decidió jubilarse cuando Murdoch desembarcó en el viejo acorazado del periodismo británico («Mire usted yo ya no estaba para esos trotes»), es otro de los invitados a esta encerrona casi siberiana. Heren está eufórico porque en este primer domingo de marzo ha empezado con mejor pie que la Sra. Graham («Fui a una Misa Cantada en la Catedral, asistí a un concierto, me llevaron a beber cerveza, paseé por las callejuelas del casco viejo, almorzamos en un restaurante típico y aquí me tiene: hecho una rosa»). Lo dice sentado en una de las grandes mesas circulares que como nenúfares gigantescos pueblan el Marble Hall donde cenamos todos los recién llegados.
Nuestros acompañantes son Nicholas Katzenbach, un ministro de justicia de los Estados Unidos en tiempos de Lyndon Johnson, y que hace un año se jubiló como vicepresidente de la IBM; Bonnie Angelo, directora de la revistaTime para la zona Este de Norteamérica, y que de 1978 a 1985 estuvo al frente de su oficina en Londres, primer caso de una mujer gobernando una delegación exterior del semanario fundado por Henry Luce; y Pat Murphy, editor de The Arizona Republic y The Phoenix Gazette, un auténtico cowboy del periodismo sureño que es un manojo de nervios pese a tenerlos de acero como piloto aficionado que es, pero al que en estos días el nuevo Gobernador de Arizona le trae por la calle de la amargura («Fíjense ustedes. Me invitó a comer y apareció flanqueado por dos ayudantes. Su saludo fue: ¿Qué, vamos a tener guerra durante cuatro años? Yo le dije: No, señor. Así que aquí tiene mis cuatro números de teléfono: el de mi casa, el de la oficina, el del coche y el de mi contestador automático. ¿Quieren ustedes creer que anda por ahí gritando que le perseguimos y todavía no he recibido una sola llamada suya?»). Kazch, que sufre de arteriesclerosis pero conserva un humor estoico, musita con sorna: «Tal vez los haya perdido».
Van llegando nuevos viajeros que se sientan a la mesa: casi a los postres se incorpora el Director de los servicios informativos de TV3, la televisión autonómica de Cataluña, que aterrizó en Salzburgo vía Zürich. Terminada ya la cena todo el grupo se concentra en un aula para el turno de autopresentaciones.
A la mañana siguiente inaugura el seminario Thomas Barr, un abogado peleón que acaba de batirse en los tribunales de Nueva York defendiendo a la Compañía Time Inc. frente al General Sharon, y que trabaja en un despacho cuya especialidad son los casos de libelo: el último terminó en tablas cuando la CBS pactó con el general Westmoreland una solución airosa para los periodistas de su programa 60 Minutes (una especie de Informe Semanal que desdesus comienzos ha sido llevado al juzgado de guardia en más de 150 ocasiones).
Sus primeras palabras son un aviso sobre lo que nos espera: «No sé si saben, dice Barr, que en mi país las dos profesiones con mayor número de sinvergüenzas son la de periodistas y la de abogados. Pues bien; en este seminario la mayoría pertenecemos a una u otra… y en bastantes casos a las dos al mismo tiempo».
El Dr. Claude-Jean Bertrand, Profesor de la Universidad de Nanterre y Visitante de la Facultad de Ciencias de la Información de la de Navarra, interrumpe los discursos iniciales para discrepar sobre el programa y la metodología del seminario. Kay Graham toma asiento al fondo del aula y desde allí sigue con atención las primeras escaramuzas. Interviene con frecuencia y toma notas en su block. Cuando habla, se levanta y como si fuera una estudiante hace preguntas, puntualiza, bromea y se enfurece cuando díscolos como el Prof. Bertrand hacen proposiciones cartesianas para que los debates conduzcan a alguna parte.
Hay dos polacos que justifican la censura de prensa y acusan a los norteamericanos de violar la soberanía informativa de su país con las emisiones de Radio Free Europe. Patricia Howard, una antigua alumna de la Universidad de Harvard que ahora trabaja en Munich para esa emisora, pide la palabra y se defiende («¿Por qué interfieren ustedes nuestras emisiones?»). Se hace un silencio y la pareja polaca responde («Nosotros no las interferimos»). Sorpresa entre el respetable hasta que un subdirector del Servicio Exterior de la BBC informa («En realidad es verdad que los polacos no interfieren las ondas de Radio Free Europe: son los soviéticos desde la URSS quienes lo hacen»).
Una asesora del Ministro de Justicia de Israel, Davida Lachman Messer, suscita más adelante el problema de que lo Bonnie Angelo calificará como «Terrovision» o simbiosis entre las cámaras y los terroristas. Turcos, palestinos, holandeses, indios, españoles, jordanos, griegos, húngaros, franceses… se lanzan a la palestra para dirimir la cuestión. Kay Graham no pierde ocasión para intervenir. Sigue en la última fila con su block de notas y una paciencia infinita en cada una de las alborotadas sesiones.
Luego las discusiones continúan en el comedor, en la sala de estar junto a la chimenea, durante los entreactos de un concierto musical en honor de los periodistas o tras la proyección de los videos de la CBS sobre el General Westmoreland o de Meera Dewan sobre el trabajo de los menores de edad en India. Los más recalcitrantes prolongan las discusiones hasta el amanecer en la bierstube que ocupa los sótanos del palacio.
Una mañana, durante el desayuno, Katharine Graham me cuenta un reciente episodio.
—«Subía yo a mi habitación cuando coincidí en el ascensor con Marek, este chico polaco.
Tan pronto como me vio empezó a decirme la gran responsabilidad que yo tenía. Es usted la mujer más poderosa del mundo y la paz puede ser posible si usted se empeña y convence a Ronald Reagan para que abandone el proyecto de guerra de las galaxias».
Lo recuerda entre asombrada y divertida.
—«Decirle yo a Reagan… Este chico no sabe lo bien que nos llevamos con la Casa Blanca, sobre todo ahora con el Irangate».
Para explicar la historia de su periódico y exponer sus puntos de vista sobre cómo su empresa cumple sus responsabilidades ante el público, la Sra. Graham sube al estrado y se atrinchera detrás del ambón, pertrechada por unos 40 folios mecanografiados a triple espacio en un tipo de letras mayúsculas para miopes.
Se coloca las gafas, toma un sorbo de agua, garraspea y empieza bromeando: «Me han dicho que tengo una hora. ¡Dios mío yo creo que nunca he hablado tanto tiempo!».
Su conferencia apenas revela aspectos esenciales de la mujer que un triste día de 1963 tuvo que enfrentarse con el gran dilema de su vida.
Katharine Graham había nacido en Nueva York en 1917, hija del que con el tiempo sería primer Director del Banco Mundial, Eugene Meyer, el mismo que en 1933 había comprador por 825.000 dólares un diario en quiebra: The Washington Post.
El 4 de julio de 1940 se casó con Phil Graham, el mejor partido de la época en la alta sociedad de Washington DC. Un brillante abogado que acababa de graduarse en Harvard, donde había sido Director de The Harvard Law Review. «Phil, dijo uno de sus profesores, era el más inteligente de los más inteligentes, tanto que hubiera sido un magnífico Decano siendo estudiante». Protegido de Félix Frankfurter, uno de los jueces más famosos del Tribunal Supremo, era tal su patronazgo que Phil Graham tuvo que pedirle permiso para casarse con Katherine.
Le acusaron de casarse con ella para heredar la fortuna del suegro y quedarse con elPost, pero Phil ya era rico y por entonces el diario era una ruina. Además sus esperanzas iban más allá del periodismo y todo el mundo estaba seguro que podía llegar a Presidente de los Estados Unidos o cuando menos a Ministro de Justicia.
Kay fue la perfecta madre de familia. Tuvieron cuatro hijos y sus salidas del hogar siempre fueron para acompañar a su marido.
En 1946, Eugene Meyer decide nombrar a su yerno editor del Post y, dos años después, les traspasó a él y a su hija la propiedad del periódico. Así nació The Washington Post Company, una sociedad familiar con un consejo formado por cinco personas, presidido honoríficamente por el viejo Meyer.
La carrera periodística de Phil Graham fue tan vertiginosa y llena de éxitos como lo había sido la de abogado. Amplió los negocios informativos de la empresa, compró en 1954 el Washington Times-Herald y en 1961 la revista Newsweek.
A partir de entonces una inesperada y gravísima crisis mental le convierten en un personaje atribulado y confuso. Sus colaboradores más íntimos se dan cuenta que está loco pero no se atreven a revelar el gran secreto. Su mujer asiste impotente al deterioro psíquico de un hombre que en los últimos meses de su vida aparece frecuentemente con una joven periodista, una australiana llamada Robin Weeb que trabajaba en las oficinas de Newsweek en París.
Su inestabilidad emocional le transforma en un ser violento que amenaza a Kay con divorciarse y despojarle de su participación en el Post. En 1963, durante la Asamblea Anual de la Asociación Norteamericana de Editores de Diarios, que tiene lugar en Phoenix, Phil sube al estrado y empieza a recriminar a sus colegas, les llama bastardos, les insulta, les acusa de ser unos cobardes y les increpa diciendo que sus periódicos son una porquería… El revuelo es impresionante. La noticia llega inmediatamente a la Casa Blanca y el propio Kennedy ordena el envío del avión presidencial para recoger al demente. La escena del regreso fue ocultada a la prensa. En un hangar del aeropuerto de Washington le esperaban media docena de altos cargos del diario. Bajó del avión acompañado por dos psiquiatras y fue conducido a una clínica privada, donde estuvo tres veces internado.
Su mujer no faltó ningún día a la cabecera del enfermo, pero el 3 de agosto de 1963, mientras Kay estaba en otra habitación de su casa de campo en Virginia, un disparo acabó con la vida de su marido.
El suicidio del editor del Washington Post ue una noticia de primera página en todos los periódicos. El funeral se celebró en la Catedral de Washington y allí estuvieron, con el Presidente a la cabeza, su hermano Robert Kennedy, Robert MacNamara, Theodore Sorensen, Pierre Salinger… y Félix Frankfurter, que acudió en una silla de ruedas.
Sin embargo, el momento más dramático de aquellos días se produjo a las 24 horas del suicidio cuando Katharine Graham, tras abandoner su mansión de la calle R en Georgetown, el barrio más elegante de Washington DC, llegó en coche al edificio del Post en la calle L. Allí, en la séptima planta, le esperaban, aturdidos, los directivos de la compañía.
Osborn Elliot, que asistió a la reunión como director de Newsweek, la recuerda vestida de negro, inexpresiva y silenciosa hasta que todos estuvieron sentados. Luego, levantando la mirada, leyó una breve declaración escrita.
Frente a todo tipo de rumores, dentro y fuera de la casa, su mensaje era rotundo: «Señores, esta es una empresa familiar y lo seguirá siendo porque para eso aquí llega una nueva generación».
Nadie dijo nada. La reunión había terminado. Regresó a su domicilio, hizo las maletas y con su hija Lally se marcharon a realizar un crucero en yate por las aguas del Mar Negro.
Mientras tanto, propios y extraños, seguían especulando sobre el futuro de una compañía próspera e influyente ahora en manos de una viuda inexperta de 46 años sin ninguna tradición en el negocio.
Volvió a Washington DC en septiembre y lo primero que hizo fue ocupar el despacho de su marido. Fue entonces cuando alguien de la familia recordó una carta suya fechada el 10 de diciembre de 1937. Katharine estudiaba el último año de su carrera en la Universidad de Chicago y la misiva estaba dirigida a su hermana mayor. Eran nueve folios escritos a máquina donde le contaba sus planes para el futuro: «Lo que más me interesa, le decía, es el periodismo laboral para, tal vez más tarde, pasar al periodismo político. Como verás, esto no supone ninguna ayuda a papá. El quiere y necesita alguien que se haga cargo de toda la empresa, desde la redacción, distribución y ventas hasta las páginas editoriales… Y yo detesto más que ninguna otra cosa en el mundo los asuntos publicitarios y de circulación que son, precisamente, los que más ocupan y preocupan a un ejecutivo de prensa… Además sucede que tengo serias dudas sobre mi capacidad para cargar con algo tan pesado como el Washington Post…»
Su vida empezó a cambiar. Todo era nuevo para ella, incluso las críticas sobre el periódico. Le sorprendió que sus amigos, grandes periodistas, le dijeran que The Washington Post no era un buen diario, cosa que ella siempre había creído. Habló con James Reston y con Walter Lippmann y quedó asombrada por sus comentarios negativos.
Estaba desconcertada por lo mucho que ignoraba. Lippmann le aconsejó que cada mañana leyera el Post y que, a continuación, fuera llamando a los redactores y editores encargados de los artículos y personajes que despertaran su interés. Así fue conociendo a sus empleados. Les interrogaba sobre la consistencia, las fuentes y las consecuencias de sus informaciones. Escuchaba y aprendía sin decirles nada, y pronto descubrió que las críticas eran ciertas. El periódico tenía notables deficiencias, arrastraba inexplicables rutinas y muchos de sus directivos eran insensible a las verdaderas demandas informativas de una ciudad acostumbrada a tener malos periódicos.
En 1965 cambió el director del Post y apoyándose en la energía y olfato periodístico de Benjamín Bradlee comenzó una revolución inimaginable. Ficharon a nuevos columnistas, las páginas de opinión cobraron mayor dinamismo, la información internacional aumentó su peso específico mediante el nombramiento de docena y media de corresponsales en el extranjero y, sobre todo, la redacción se fue llenando de jóvenes valores, algunos de los cuales crearon graves problemas. Nicholas von Hoffman sería uno de ellos: «Si tiene un buen día, Nick puede conseguir de 200 a 300 bajas de suscriptores», diría Bradlee.
David Halberstan ha escrito que si Kennedy hubiera sido periodista habría sido como Benjamín Bradlee, y que si éste hubiera sido politico habría sido Presidente.
Alto, teatral y gesticulante, el Director de The Washington Post es la bestia negra de todos los inquilinos de la Casa Blanca. Viste camisas chillonas, tiene una voz cascajosa y trabaja en un despacho cuyas cristaleras traslúcidas dan sobre la redacción. Dicen que no soporta a los tontos y que tiene un gran ojo clínico para fichar periodistas, pero su mayor fracaso fue contratar a Janet Cooke, una redactora que se inventó un reportaje sobre el consumo de heroína en Washington DC. Le dieron el Premio Pulitzer, se descubrió el pastel y cuentan que Bradlee echaba espuma por la boca: habló con ella, la puso de patas en la calle y ordenó al Ombudsman del diario que publicara «toda la verdad» sobre el caso.
Katharine Graham le propuso como Director en 1965 y es una de las decisiones de las que más orgullosa se siente. Bradlee era entonces el director de la oficina en Washington DC de la revista Newsweek y antes había sido corresponsal en el extranjero y agregado de prensa en la embajada norteamericana en París.
Walter Lippmann le aconsejó un día que no firmara como Ben Bradlee sino como Benjamín Bradlee: «Suena a cronista deportivo».
Graduado por la Universidad de Harvard, está casado con Sally Quinn, directora de Style,una de las secciones más famosas del Washington Post.
Suele recordar el lema de su colegio en las afueras de Boston («Best Today, Better Tomorrow») y dice que esa es la mejor divisa para cualquier profesional.
Este Humprhey Bogart del periodismo es un tipo de armas tomar y Eugene Paterson, ahora Director del St. Petersburg Times, contó hace años una reacción muy típica de Bradlee. «Yo era Subdirector del Post y le acompañé a una de esas tediosas reuniones de la Asociación Norteamericana de Directores de Diarios. Ben empezó a calentarse y cuando ya no pudo más me dijo: En este maldito lugar no hay más de 2 ó 3 personas a las que yo contrataría como redactores. —Tranquilo, tranquilo, le contesté. Porque tampoco más de 2 ó 3 te contratarían a ti como Director».
Su prueba de fuego llegó en 1971 con los Papeles del Pentágono. Dos días antes de publicar esos documentos secretos, el Post había empezado a cotizar en bolsa 1.350.000 acciones. El gobierno les advirtió del riesgo que corrían.
Los inversores acusarían el golpe y las cotizaciones podrían bajar en picado. La redacción quería publicar los documentos, sus abogados y gerentes opinaban lo contrario y ella tenía que decidir en solitario.
«Si no los publicamos, le dijo Eugene Paterson que entonces era subdirector del Post, sera terrible, porque el gobierno sabe que los tenemos y lo utilizará como evidencia frente al New York Times (que los estaba ya publicando).
Ellos serán el periódico malo que desafía al gobierno y nosotros seremos el bueno que obedece al gobierno».
Ben Bagdikian, que luego sería polemico Ombudsman del diario, le advirtió: «La redacción se revolverá contra usted si no los publicamos».
Eran las 7 de la tarde y las rotativas no podían esperar. Katharine Graham estaba en su casa brindando con uno de sus gerentes que se jubilaba, cuando la reclamaron por teléfono. Era su abogado, Friz Beebe. «Déjame que termine de brindar y vuelvo ahora mismo». No; no hay tiempo, le contestó. «Me estás obligando a decidir por teléfono algo que al New York Times le llevó tres meses». Se pusieron al aparato Bradlee y el director de las páginas editoriales: «Tenemos que publicarlos, tenemos que publicarlos». Junto a Kay estaba Paul Ignatius, Presidente del Post, que trataba de escuchar la conversación telefónica y que había sido hasta hacía poco Ministro de Marina y era un protegido de MacNamara. Ignatius le susurró al oído: tómate un día para pensarlo. Por el otro oído le llegaba el mensaje opuesto: hay que publicarlos.
De repente, cuenta David Halberstam en The Powers That Be, el semblante de Katharin Graham se transformó y como salida de una ópera wagneriana, enérgica, audaz e independiente, dijo: «All right. Let’s go. Let’s publish».
Aquella noche y los días siguientes, la editora del Post fue reconocida como la mujer que había sido capaz de desafiar al gobierno arriesgando la fortuna de su empresa y la credibilidad de sus lectores. La opinión pública la admiraba, los tribunales le dieron la razón, sus redactores confiaron definitivamente en ella y sus abogados y gerentes se dieron cuenta de que ella, y sólo ella, era la que mandaba en aquel negocio.
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(Y gracias a Marta, Javier, Chiqui y Christian por lo que ellos ya saben)





